LA DEPURADORA
Cuento inédito de
E.L. Doctorow
Publicado por el País
23.07.15
Traducción de Gabriela Bustelo
Había seguido a mi hombre a este
lugar. Todo lo que hacía era un misterio para mí y aquel día de noviembre su
predilección por las depuradoras de agua no lo era menos. El edificio cuadrado
de granito, con torres almenadas en las esquinas, se levantaba junto al embalse
sobre una meseta que dominaba la ciudad desde el norte. Tenía una gran cantidad
de ventanas, por las cuales curiosamente, no parecía pasar la luz. En los
cristales se reflejaba el cielo que tenía a mis espaldas, una masa tumultuosa
de ondulantes formas grises bullendo entre bóvedas rosas y con nubarrones
negros navegando en las alturas como una armada.
Su carruaje estaba en el patio
delantero. El caballo pateó el suelo empedrado y giró la cabeza para verme.
Tras el edificio estaba el
embalse, un cráter acuoso que ocupaba el equivalente a cinco o seis manzanas de
un barrio urbano situado sobre un terraplén cuyo ángulo ascendente sugería la
plataforma piramidal de una civilización antigua, maya tal vez. En verano, la
gente de la ciudad venía aquí a pasar el domingo, subiendo al terraplén para
dar gritos de admiración ante la vista de aquella extensión cuadrada de agua.
Aquel día la tenía toda para él solo. Desde donde yo estaba se oía el violento
chasquido, la bofetada insistente de las olas contra el empedrado.
A escasa distancia del embalse,
mi capitán de barba negra estaba en pie bajo cielo nublado contemplando algo
sobre la superficie del agua y sujetándose con fuerza el ala de su sombrero con
una mano. El viento le aplastaba el faldón del abrigo contra la pierna.
Estaba seguro de que él no
ignoraba mi presencia. De hecho, algunos días había percibido en sus actos una
enajenada voluntad de asociación, como si sus quehaceres buscaran nuestro
beneficio mutuo. Subí el terraplén por el flanco oriental, a un centenar de
metros de él, y me puse cara al viento para ver el objeto de su atención.
Se trataba de un velero de
juguete que ascendía y descendía sobre el oleaje a velocidad alarmante,
desapareciendo y reapareciendo sin dejar de balancearse mientras vertía agua
por los costados. Lo contemplamos varios minutos.
Desapareció, se alzó y volvió a
desaparecer. El movimiento tenía un ritmo que adormecía la percepción y pasó un
rato antes de darme cuenta, mientras esperaba verlo reaparecer, que ya lo
esperaba en vano. La catástrofe me produjo la misma impresión que si estuviera
en lo alto de un acantilado y hubiera visto un velero engullido por el mar.
Cuando se me ocurrió pedir ayuda
a mi hombre, lo vi corriendo sobre el pontón de tierra endurecida que daba a la
parte trasera de la depuradora. Lo seguí. Una vez dentro del edificio, noté el
frío del aire sepultado y oí la orquesta del agua que siseaba y rugía al caer.
Bajé corriendo por un pasillo de piedra y hallé otro corredor que permitía
continuar hacia la izquierda o la derecha. Me quedé escuchando. Oí sus pasos
claramente, el martilleo metálico de unos tacones cuyo eco resonaba a mi
derecha. Al final del túnel oscuro había una escalera de hierro que ascendía
circularmente en torno a un eje de acero negro. Subí por la espiral y, al llegar
al piso superior, me hallé en una pasarela dispuesta sobre una enorme piscina
interior de agua turbulenta. Ese torbellino diabólico soltaba un vapor mineral,
como un quinto elemento, que nutría una profusión de musgo y limo sobre la
superficie de piedra ennegrecida del muro del fondo.
Sobre mi cabeza había una
claraboya de vidrio translúcido. Bajo su luz lo vi de pronto, a menos de dos
metros de donde yo me hallaba. Estaba inclinado sobre la barandilla con una
expresión absorta de una intensidad aterradora. Pensé que podía caer al agua de
tan ensimismado como parecía estar. Verlo en aquel momento de turbación me
resultaba casi insoportable, así que de nuevo miré hacia lo que miraba él y
allí abajo, en el tumulto amarillento de corrientes espumosas maceradas por el
arnés mecánico, aprisionado en la maquinaria de una de las compuertas, había un
pequeño cuerpo humano cuya ropa parecía haber quedado atrapada en un bisagra o
algo similar. El niño, una miniatura como el barco del embalse, se golpeaba
incesantemente contra el artefacto de hierro, primero a un lado y luego al
otro, como en una protesta muda, tiritando y temblando, animando por revulsión
la muerte que ya lo había vencido. Alguien gritó y al cabo de un momento vi,
como recién desgajados de la piedra, a tres hombres de uniforme sobre un
repecho inferior dispuestos a resolver la situación. Estaban tirando de una
cuerda unida a una polea sobre el muro del fondo y por este medio habían
logrado fijar una especie de puente colgante hasta la otra pared, la pared que
mi pasarela me impedía ver. En ese momento, vi aparecer a otro de los empleados
de la depuradora, colgado del cable por los tobillos, con una ruedecilla que le
permitía avanzar y con las manos libres para poder liberar al artilugio de su
obstrucción.
Y, alzando el cuerpecillo del
agua por la camisa, aquel hombre logró asir por los tobillos y zapatos a un
niño de entre cuatro y ocho años que al ahogarse se había quedado de color azul.
Y, así suspendidos los dos, columpiándose rítmicamente sobre las aguas
alborotadas, se deslizaron sobre el cable como un par de trapecistas hasta que
se perdieron de vista al pasar por debajo de mí.
Al ver la calidad profesional de
la maniobra me pregunté si los trabajadores de la depuradora estarían
acostumbrados a esta clase de sucesos. Poco después, en el patio, ya bajo el
cielo anochecido, vi a mi hombre cargar en su carruaje el cadáver envuelto en
una manta, cerrar la puerta con elegancia y subir de un salto al pescante,
donde supo imponerse a su caballo con un sonoro chasquido de las riendas. Y se
fue camino de la ciudad con el niño muerto mientras veíamos difuminarse en la
distancia los radios de las relucientes ruedas negras.
Empezó a llover. Me puse a
cubierto en aquel lugar donde el agua parecía oprimirnos a todos, por dentro y
por fuera, a los muertos y a los vivos.
Entre tanto, los trabajadores de
la depuradora se disponían a repartirse un tesoro. Llevaban el uniforme azul
marino con cuello alto de los empleados municipales alterado con un tosco
jersey bajo la chaqueta y con el pantalón remetido en las botas altas. El suyo
no era un trabajo envidiable. Imaginaba sus pulmones humanos cubiertos del
mismo musgo que crecía sobre los muros de piedra. Todos tenían el rostro
reluciente, enrojecido de frío y esmaltado por la niebla.
Al verme hicieron gala de su
indiferencia mientras llenaban de whisky sus vasos de estaño. Esos rituales
también se tienen en alta estima entre los bomberos y los sepultureros
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