La dialéctica entre lo público
y lo privado emerge de modo recurrente a lo largo de la historia. Por momentos,
parece latente, encapsulada; en otros, regresa de modo virulento, con
frecuencia teñida de apriorismos ideológicos más que de reflexión.
Esa discusión, además, no se
da en un único plano ni en relación a ningún contexto específico. De hecho, lo
impregna todo en ocasiones, si bien en un contexto de polarización que conduce
al hastío.
A veces lo público y lo
privado equivalen a lo que ocurre fuera de nuestra esfera íntima y lo que
acontece en la misma. En otras se identifica con lo colectivo, lo social,
frente a lo individual. En un contexto algo diferente, se plantea como un
debate en torno al Estado y el mercado. Por momentos, como la disyuntiva entre
el populismo frente a la tecnocracia, entre las emociones y la razón. Y, casi
siempre, todas estas discusiones se dan en medio de una confusión notable entre
los fines y los medios, entre objetivos sociales e instrumentos para
alcanzarlos.
La esfera íntima frente a la
esfera pública
La dialéctica entre lo público
y lo privado emerge de modo recurrente a lo largo de la historia
Históricamente la distinción
entre lo público y lo privado se ha relacionado con la Ilustración y el
liberalismo de los siglos XVIII y XIX. Se creía entonces que un Estado liberal
debe permitir y facilitar el desarrollo de seres humanos libres, racionales e
igualitarios, para lo que la separación entre lo privado y lo público resulta
indispensable: cada individuo debe ser libre de escoger su vida y guiarse por
sus convicciones. Muchos siglos antes, Aristóteles, en su Política (s. IV
a.C.), ya nos advertía que gobernar una ciudad y administrar una casa no es lo
mismo. Desde el liberalismo, lo privado recibió una valoración mayor que lo
público precisamente por esa identificación con el terreno de la libertad, en
contraposición al espacio público donde las libertades individuales encuentran
algunas restricciones.
Este nivel de distinción entre
lo privado y lo público permite en buena medida delimitar el dominio de la
política pues separa lo político en sentido estricto (la necesidad de llegar a
acuerdos, de convivir), de lo que no lo es. De ese modo, la política no
gobierna la ciencia en su sentido más genuino ni la creación artística ni las
creencias religiosas… Todo eso queda en el ámbito de lo privado.
El liberalismo (político)
creía en mujeres y hombres iguales en derechos, es decir ciudadanos, con
independencia de su posición social, sus creencias, su riqueza, el lugar donde
vivan o de donde procedan... Y de ese modo, la voluntad común, la ciudadanía,
se presenta así como superior a toda voluntad individual o de un grupo.
El mercado frente al Estado
Desde un punto de vista
económico algunas de estas categorías siguen siendo válidas pero conviene
explicarlas de modo sencillo. En cualquier economía las decisiones a tomar
tienen que ver con qué (bienes y servicios) producir, cómo producirlo, cuándo y
dónde hacerlo y para quién. Se mezclan así decisiones estrictamente productivas
con otras que son distributivas. La frontera entre aquello que debe dejarse al
Estado en una economía y aquello que puede resolverse a través del mercado no
es estable. A veces, de hecho, es tan difusa como la línea entre el rostro y la
nuca.
Parece existir cierto consenso
sobre algunos bienes y servicios que debe prestar el Estado. Adam Smith, un
representante especialmente célebre del liberalismo económico, restringía las
funciones del Estado a garantizar la propiedad privada, la defensa contra
agresiones exteriores, la administración de justicia y el sostenimiento de
algunas obras e instituciones públicas. Esbozaba, así, un Estado mínimo,
raquítico, inaceptable para los estándares contemporáneos. Todavía quedan
algunos economistas enternecedores que defienden posiciones próximas a las de
Smith pero son menos abundantes que los ornitorrincos.
Una amplia mayoría de
economistas entiende que a esas funciones cabe añadir una serie de bienes o
servicios donde converge la condición de bienes públicos, es decir, bienes en
los que la oferta es conjunta (no se rivaliza por su consumo) y en los que no
es posible excluir a nadie de su consumo mediante el pago de un precio: el aire
(la calidad atmosférica) es un buen ejemplo de ello. También se concede un
papel en la corrección de externalidades, situaciones en las que las pautas de
consumo o producción de uno afectan al bienestar de terceros. Incluso, se
entiende que el Estado debe tener un papel destacado en la gestión de recursos
comunes a los que puede accederse sin excesivas restricciones (bancos
pesqueros, pastizales, bosques, atmósfera, agua en alta, etc.).
En cualquier economía las
decisiones a tomar tienen que ver con qué (bienes y servicios) producir, cómo
producirlo, cuándo y dónde hacerlo y para quién
Todos los ciudadanos están
acostumbrados a consumir a diario bienes y servicios que no son provistos por
el sector público. En muchos casos (comida, vestido), son bienes de primera necesidad
que consumimos sin demasiados recelos desde un punto de vista ético. Incluso en
la provisión de esos bienes privados, sin embargo, la presencia del sector
público, regulando esas actividades, es evidente, especialmente en las
sociedades más desarrolladas. Y no sólo regulando, de hecho: la mayor parte de
las cosas que el lector tiene en este mismo momento en su entorno son el
resultado de esfuerzos compartidos entre el sector público y el privado.
Mariana Mazzucato, profesora de economía de la innovación de la Universidad de
Sussex (Reino Unido) emplea el ejemplo emblemático de los teléfonos
inteligentes: los adquirimos como bienes privados pero, en realidad, serían
imposibles sin ingentes recursos de investigación pública en relación a los
GPS, las pantallas táctiles, la inteligencia artificial, etc.
Los intereses individuales y
los objetivos colectivos
A la hora de tomar decisiones
sobre qué se deja al sector público y qué al privado, sin embargo, hay un
elemento crucial que nunca debiera obviarse: la garantía del interés general.
Se pone aquí de manifiesto una distinción crucial: intereses y decisiones
individuales (privadas, en esa acepción del término), y objetivos colectivos,
sociales: públicos, si se quiere. Sea quien sea el prestador de un servicio o
el productor de un bien, lo que parece esencial es alinear esos intereses
individuales con objetivos definidos de manera colectiva; sólo así prevalecerá
el interés general. En ese sentido, vuelve a ser esencial el papel del Estado
como regulador de actividades (públicas o privadas). De ese modo, el problema
no es la provisión de ciertos bienes o servicios por el sector privado sino la
ausencia o la debilidad de la regulación pública.
Pensemos a partir de dos
ejemplos sencillos. A cualquier padre le preocupa cómo es educado cada uno de
sus hijos. A quien tenga una clara noción de lo público, además, le preocupará
cómo son educados el resto de los niños, aquellos con los que habrá de crecer,
evolucionar, relacionarse, discrepar, crear. Llevará a su hijo a un colegio
público, concertado o privado pero defenderá en cualquier caso inequívocamente
una educación pública de calidad. En relación a los objetivos de salud pública,
cualquier ciudadano querrá disfrutar una buena atención médica; algunos de esos
ciudadanos, una mayoría social, querrá además que la atención sanitaria sea
buena para todos. De nada sirve, por ejemplo, vacunarse contra un virus si una
parte importante de la población o lo hace. Y esto implica también garantizar
esa oportunidad a quienes no pueden acceder a ello con medios propios.
Hay un elemento crucial que
nunca debiera obviarse: la garantía del interés general
Las crisis acentúan el debate
Coincidiendo con cada crisis
económica (y ésta, inacabada en muchos sentidos, dura ya diez años), arrecian
las críticas no sólo a los recortes del sistema público (sobre todo en
educación y sanidad), sólo a veces como resultado de medidas de consolidación
fiscal pues hay quien emplea las crisis como justificación narrativa para
reducir el papel del Estado; también en relación a procesos de privatización.
De modo recurrente, además, lo que se condena no son procesos de privatización
en ciernes sino del pasado. La provisión privada de determinados servicios
públicos se convierte así en un anatema. Para quienes creen así las
colaboraciones entre administraciones públicas y empresas privadas se
consideran arriesgadas, cuando no algo a erradicar.
En aquellos casos donde la
desconfianza nace de la falta de integridad, la escasa rendición de cuentas, el
lucro desproporcionado, el incumplimiento de obligaciones contractuales, la
percepción de riesgo puede entenderse, aunque sería saludable reconocer que
esas malas prácticas pueden ser privadas y públicas. Sin embargo, cada vez más
se observa una tendencia a la proliferación de juicios de valor que reemplazan
criterios racionales sobre la base de una adecuada evaluación de esas
interacciones entre lo público y lo privado. Cuando se necesitaría un análisis
sereno, riguroso y sin prejuicios, además de exento de motivaciones
partidistas, se asiste a enfrentamientos tribales, a la ausencia de política, a
discusiones llenas de maniqueísmos. Por supuesto, eliminar prejuicios significa
ser capaz de cuestionar las creencias propias, de aceptar que el otro pudiera
tener razón, de reconocer que la realidad es compleja y no admite caricaturas o
afirmaciones no contrastadas. Dos de ellas resultan especialmente frecuentes:
que la empresa pública es ineficiente (y la privada un modelo de eficiencia) y
que la empresa privada se guía casi exclusivamente por su afán de lucro sin
consideración alguna del interés general. Ambas afirmaciones no son ciertas con
carácter universal en sentido alguno y, sin embargo, son lugares comunes
empleados como armas arrojadizas.
Además de las crisis
económicas, hay dos factores que suelen explicar el resurgir de estas
discusiones. Por un lado, situaciones de abuso claro por parte del sector
privado. En esos casos, como se ha insistido en este mismo texto, la
desconfianza está más que justificada. Por otro lado y de modo más frecuente,
por la irrupción de eso que se ha dado en llamar como opciones populistas, esa
“enfermedad senil de las democracias”, como diría Bernard-Henri Levy.
El Estado debe tener un papel
destacado en la gestión de recursos comunes a los que puede accederse sin
excesivas restricciones
Oscilando entre la tecnocracia
y el populismo
El populismo (como el
nacionalismo) afirma saber lo que el pueblo, como sujeto colectivo más o menos
impreciso, quiere. Y, además, propugna que siempre que quiere algo, tiene
razón. Ni siquiera se le concede ese momento de honestidad basada en la duda.
Como se considera la voluntad infalible del pueblo (no del que lo elige a uno,
sino de todo) como un bien superior a cualquier otro, no hacen falta mayorías
cualificadas; basta que una minoría significativa exprese un deseo para que se
convierta en “la voluntad del pueblo”, lo que de facto silencia al resto de las
minorías… o incluso a la mayoría. Es la negación de la democracia presentada
como sublimación de la democracia. No olvidemos que la esencia de la democracia
es el reconocimiento del otro, de quien no es como uno. A fin de cuentas,
cualquier sociedad es un conjunto de ideas e intereses en conflicto y el
principal desafío de una democracia representativa es gestionar esos
conflictos.
La crisis política o, de modo
más concreto, la crisis de la democracia representativa explica también la
emergencia de este debate sobre lo público y lo privado. Las crisis políticas
siempre se cuecen a fuego lento y derivan en una desafección progresiva de los
ciudadanos hacia los partidos, a quienes se considera torpes para articular los
intereses individuales a que me refería antes con los colectivos. En ese caldo
de cultivo unos creen que la verdad siempre reside en la gente; otros en los
técnicos. Y así, entre veleidades populistas o tecnocráticas avanzamos sin
rumbo definido, como pollo sin cabeza.
Y todo se hace especialmente
confuso cuando se enfatiza sobre los medios en lugar de los fines. Esto es, en
parte, el resultado de haber jibarizado la política a un conjunto de acciones
para alcanzar el poder sin que los aspirantes a él se sientan obligados a
explicar de modo transparente qué harán una vez lo alcancen. Además, se engaña
al ciudadano de modo obsceno: se le explica que para alcanzar un determinado
objetivo, sobre el que no se admite discusión, sólo hay un medio posible: la
provisión pública o privada, dependiendo del caso. Es una simplificación tan
absurda que produce migraña.
Publicado originalmente en
mEDium en diciembre del 2017, por Economía Digital, el 08/02/2018 en nuestro
blog, Ver lo invisible. Gonzalo Delacámara
Economista. Director Académico
del Foro de la Economía del Agua. Coordinador del grupo de Economía del Agua en
IMDEA Agua. Consultor internacional para varias instituciones de la Unión
Europea, Naciones Unidas, el Banco Mundial, la OCDE y el BID
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