jueves, 10 de julio de 2014

Las Ordenanzas del agua en Granada.-


Las Ordenanzas de las Aguas constituyen un extenso y detallado conjunto de normas para la limpieza, conservación y regulación de las aguas, tanto las de uso doméstico como las dedicadas a regadíos.

Sepades que las aguas que entran dentro de esa ciudad para la servidumbredella, están todas dañadas e perdidas, e descubiertas, e que  la agua anda perdida por las calles.. e porque una de las principales cosas que essa dicha Ciudad tiene para el ennoblecimiento della es las dichas aguas, e los edificios dellas... e nuestra voluntad es que los dichos edificios se conserven e estén continuamente reparados..., hemos acordado en nuestro Consejo nombrar una persona que oviesse cargo dentro de la dicha Ciudad de las dichas aguas e de los edificios dellas, e de los tener conservados e reparados, e que a cada uno dexasse la parte de agua que le pertenesciesse. A esto, sigue el nombramiento de un Administrador de Aguas y el encargo de asentar en un libro todas las acequias, casas de baños, aljibes, fuentes, “e demás edifizios de aguas”.

Las Ordenanzas de las aguas pueden clasificarse, por su contenido, en tres temas específicos. Por una parte, están todas las normas que regulan el uso de las acequias, su limpieza y conservación. Nos proporciona una buena información acerca del sistema de abastecimiento de la ciudad, huertas y jardines. Otro apartado corresponde a las normas destinadas a la conservación de las aguas limpias y cabría señalar un tercer apartado en el que se trata del oficio de Administrador de las Aguas y sus oficiales.

El cargo de Administrador no se limitaba a una vigilancia intensiva, llevada a cabo con ayuda de sus oficiales. A él revertía todo lo referente a la regulación y uso del riego, así como todas las obras y reparaciones que fueran necesarias. Así, nadie podía poner ni quitar el agua de acequias y cauchiles sin la licencia de este funcionario. Por otra parte, éste tampoco podía actuar en casos excepcionales sin el asesoramiento y licencia del Corregidor o su lugarteniente.


Todas estas cosas, fraudes para la comunidad, eran cuidadosamente asentadas por el Administrador en su Libro de Aguas, juzgadas y multadas. Sin embargo, muchos de estos abusos quedaban impunes por ser personas de dinero las que los llevaban a cabo, como apunta veladamente la ordenanza ~. Cualquier vecino podía denunciar aquello que considerara fraude o agravio para la comunidad, al Juzgado Privilegiado de las Aguas, que lo discutía y solucionaba en sus reuniones en un plazo de veinte días ~‘. Como en un principio los Jueces de Aguas no hacían audiencia más que dos días cada semana «por lo que no se puede despachar bien los negocios”, las nuevas disposiciones tomadas entre 1535 y 1538, les obligaron a reunirse tres veces, los lunes, miércoles y sábados. El Escribano de Cabildo, presente en estas sesiones, debía tomar nota de cada vez que faltara un Juez, descontándole cada ausencia de su salario.

Las personas multadas eran encarceladas, no pudiendo ser puestas en libertad hasta que no hubieran satisfecho las multas

El control del agua que se utilizaba, tanto fuera como dentro de la ciudad, era llevado rigurosamente por el administrador y el Juzgado de las Aguas. Estos funcionarios debían llevar dos libros: uno, llamado «Libro del Agua», donde se registraban el número de casas que tenían agua corriente, su propietario, cantidad que entraba y salía (en el caso de que la vivienda contara con salida de agua, ya que no todas disponían de ella, recogiendo el agua en tinajas y aljibes), etc. Para evitar fraudes una ordenanza posterior dispuso que se registraran al final del libro las casas y edificios de aguas que no se hubieran incluido la primera vez. En caso de cortarse el suministro por averías, el dueño debía notificarlo al Tribunal, lo mismo que cuando volviera a tener agua. También quedaban registradas averías y reparaciones en cauchiles y acequias. Junto a este «Libro del Agua» había otro en el que se anotaba todo lo referente a traspasos o ventas de agua por parte de un vecino a otro: nombres de las dos partes, cantidad de agua, método empleado en el trasvase, etc. De este libro había dos ejemplares, uno guardado en las arcas del Archivo del Cabildo y el otro, en poder del Escribano.

Con objeto de impedir abusos en la utilización del agua, la ciudad dictó varias leyes, con su correspondiente sanción. El Tribunal del Agua, mediante sus oficiales, entraba en averiguaciones cuando la situación de alguna casa no parecía suficientemente clara, interviniendo entonces la Justicia. Estas eran las normas dadas por la ciudad para el uso del agua corriente:
·                 Quedaba terminantemente prohibido agrandar los tomaderos de agua de las casas particulares, bajo multa de 2.000 maravedís y la obra deshecha. El oficial que hubiera llevado a cabo el arandamiento debía pagar una multa de 5.000 maravedís por realizar trabajos ilegales.
 ·                 Todo aquel vecino que quisiera renovar o cambiar el cauchil debía pedir licencia al corregidor, a uno de los alcaldes de aguas y al administrador. Tampoco se podía cambiar el tomadero de agua de las casas sin la dicha licencia. Estas disposiciones, más que al excesivo celo e intervención del Municipio granadino son debidas a los grandes abusos cometidos por muchas personas que, con la excusa de una reparación por avería, agrandaban cauchiles y tomaderos de agua, en detrimento de los demás vecinos.

 ·                 Caños, acequias y cauchiles no podían ser abiertos en las calles sin permiso del Tribunal de las Aguas, excepto si el cauchil o caño pertenecía a un particular y quedaba dentro de su domicilio. Aún en este caso, el interesado debía pedir licencia, ya que la obra suponía desempedrar las calles, debiendo comprometerse a empedraría a su costa, una vez terminada la obra.

·                 Las corrientes de agua limpia de las acequias y caños no podían ser cortadas sin licencia del Tribunal, tanto en la ciudad como en el campo, debiendo seguirse rigurosamente el horario establecido en la utilización de las acequias. La persona que quitara o desviara el agua de los caños debía satisfacer una multa de 3.000 maravedís, 5.000 en caso de ser sorprendido haciendo el delito.
·                 Aquellas personas que no tenían salida de agua en sus casas, no podían agrandar el maavez, tinajas, aljibes..., ni construir otro edificio de agua, bajo pena de perder el agua y que se deshiciera la obra a su costa. Pese a estas normas, los fraudes menudeaban. El más corriente era tapar los tomaderos de agua de las casas, ya fuera por medio del cañero, al que se sobornaba con dinero, ya por medio del que guardaba la llave de los cauchiles. En tal caso, el infractor debía abonar una multa de 3.000 maravedís, 500 el cañero y 1.000 el que guardaba la llave. En otros casos, muchos vecinos forzaban los candados que cerraban los cauchiles, gozando ilegalmente del agua. La multa se agravaba entonces por el hecho de haberse forzado una cerradura, corriendo la reparación de ésta a cargo del infractor. Aquellas personas que abrieran acequias o ramales cerrados o los atajaran con piedras y ladrillos, eran castigadas con una multa de 3.000 maravedís o tres días de cárcel en caso de insolvencia.
El vandalismo también se pagaba caro. Cualquier persona que dañara a propósito, ya fuera por sí misma o por medio de otras personas, acequias, cauchiles y demás edificios de aguas, debía satisfacer una multa de 3.000 maravedís o estar tres días en la cárcel. En caso de ser un esclavo mandado por su amo (por lo visto se daban varios casos), el delito se castigaba azotando públicamente al esclavo, que no quedaba libre hasta que su amo no hubiera pagado todos los desperfectos. De no aparecer el responsable, la reparación  corría a cargo de los vecinos.

Finalmente, se dictaron unas normas para la conservación de la limpieza de las aguas. A través de ellas podemos hacemos una ligera idea, y negativa, por cierto, de las condiciones higiénicas en el abastecimiento de las aguas. Por ejemplo, una ordenanza prohibía reiteradas veces, «echar bazinadas, o animales muertos, o cualesquier otra inmundicia», en acequias y cauchiles, bajo multa de 2.000 maravedís y una estancia en la cárcel de veinte días, cincuenta en caso de insolvencia. Asimismo, quedaba terminantemente prohibido lavar ropa en fuentes y acequias cuya agua entrara luego en la ciudad. El encontrarse repetidas veces esta ordenanza nos hace pensar que no era muy obedecida. También fue necesario prohibir tajantemente que los vecinos vaciaran el contenido de sus letrinas y mijaras en los caños  de agua limpia.

Muchas personas lavaban cacharros sucios en las acequias y depósitos de agua limpia. Otras como curtidores, tundidores, tejedores y majadores de lino, remojaban cueros, paños y lino en cauchiles y albercas. Por otra parte, era corriente que los hortelanos limpiaran hortalizas y frutas en los depósitos y fuentes de agua potable, sucediendo lo mismo con el pescado. La insalubridad que de esto se derivaba hizo intervenir enérgicamente a la ciudad; imponiéndose multas de 400 y 600 maravedís y una estancia en la cárcel de diez a veinte días. Remojar paños o ropa en los depósitos de agua del Zacatín y presa del molino de la Plaza Nueva quedó igualmente vedada.


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