Las Ordenanzas de las Aguas constituyen un extenso y detallado conjunto
de normas para la limpieza, conservación y regulación de las aguas, tanto las
de uso doméstico como las dedicadas a regadíos.
Sepades que las aguas que
entran dentro de esa ciudad para la servidumbredella, están todas dañadas e
perdidas, e descubiertas, e que la agua
anda perdida por las calles.. e porque una de las principales cosas que essa
dicha Ciudad tiene para el ennoblecimiento della es las dichas aguas, e los
edificios dellas... e nuestra voluntad es que los dichos edificios se conserven
e estén continuamente reparados..., hemos acordado en nuestro Consejo nombrar
una persona que oviesse cargo dentro de la dicha Ciudad de las dichas aguas e
de los edificios dellas, e de los tener conservados e reparados, e que a cada
uno dexasse la parte de agua que le pertenesciesse. A esto, sigue el nombramiento de un
Administrador de Aguas y el encargo de asentar en un libro todas las acequias,
casas de baños, aljibes, fuentes, “e
demás edifizios de aguas”.
Las Ordenanzas de las aguas pueden clasificarse, por su contenido, en
tres temas específicos. Por una parte, están todas las normas que regulan el
uso de las acequias, su limpieza y conservación. Nos proporciona una buena
información acerca del sistema de abastecimiento de la ciudad, huertas y
jardines. Otro apartado corresponde a las normas destinadas a la conservación
de las aguas limpias y cabría señalar un tercer apartado en el que se trata del
oficio de Administrador de las Aguas y sus oficiales.
El cargo de Administrador no se limitaba a una vigilancia intensiva,
llevada a cabo con ayuda de sus oficiales. A él revertía todo lo referente a la
regulación y uso del riego, así como todas las obras y reparaciones que fueran
necesarias. Así, nadie podía poner ni quitar el agua de acequias y cauchiles
sin la licencia de este funcionario. Por otra parte, éste tampoco podía actuar
en casos excepcionales sin el asesoramiento y licencia del Corregidor o su
lugarteniente.
Todas estas cosas, fraudes para la comunidad, eran cuidadosamente
asentadas por el Administrador en su Libro de Aguas, juzgadas y multadas. Sin
embargo, muchos de estos abusos quedaban impunes por ser personas de dinero las
que los llevaban a cabo, como apunta veladamente la ordenanza ~. Cualquier
vecino podía denunciar aquello que considerara fraude o agravio para la
comunidad, al Juzgado Privilegiado de las Aguas, que lo discutía y solucionaba
en sus reuniones en un plazo de veinte días ~‘. Como en un principio los
Jueces de Aguas no hacían audiencia más que dos días cada semana «por lo que no
se puede despachar bien los negocios”, las nuevas disposiciones tomadas entre
1535 y 1538, les obligaron a reunirse tres veces, los lunes, miércoles y
sábados. El Escribano de Cabildo, presente en estas sesiones, debía tomar nota
de cada vez que faltara un Juez, descontándole cada ausencia de su salario.
Las personas multadas eran encarceladas, no pudiendo ser puestas en
libertad hasta que no hubieran satisfecho las multas
El control del agua que se utilizaba, tanto fuera como dentro de la
ciudad, era llevado rigurosamente por el administrador y el Juzgado de las Aguas.
Estos funcionarios debían llevar dos libros: uno, llamado «Libro del Agua»,
donde se registraban el número de casas que tenían agua corriente, su
propietario, cantidad que entraba y salía (en el caso de que la vivienda
contara con salida de agua, ya que no todas disponían de ella, recogiendo el
agua en tinajas y aljibes), etc. Para evitar fraudes una ordenanza posterior
dispuso que se registraran al final del libro las casas y edificios de aguas
que no se hubieran incluido la primera vez. En caso de cortarse el suministro
por averías, el dueño debía notificarlo al Tribunal, lo mismo que cuando
volviera a tener agua. También quedaban registradas averías y reparaciones en
cauchiles y acequias. Junto a este «Libro del Agua» había otro en
el que se anotaba todo lo referente a traspasos o ventas de agua por parte de
un vecino a otro: nombres de las dos partes, cantidad de agua, método empleado
en el trasvase, etc. De este libro había dos ejemplares, uno guardado en las
arcas del Archivo del Cabildo y el otro, en poder del Escribano.
Con objeto de impedir abusos en la utilización del agua, la ciudad dictó
varias leyes, con su correspondiente sanción. El Tribunal del Agua, mediante
sus oficiales, entraba en averiguaciones cuando la situación de alguna casa no parecía
suficientemente clara, interviniendo entonces la Justicia. Estas eran
las normas dadas por la ciudad para el uso del agua corriente:
·
Quedaba
terminantemente prohibido agrandar los tomaderos de agua de las casas
particulares, bajo multa de 2.000 maravedís y la obra deshecha. El oficial que
hubiera llevado a cabo el arandamiento debía pagar una multa de 5.000 maravedís
por realizar trabajos ilegales.
·
Todo
aquel vecino que quisiera renovar o cambiar el cauchil debía pedir licencia al
corregidor, a uno de los alcaldes de aguas y al administrador. Tampoco se podía
cambiar el tomadero de agua de las casas sin la dicha licencia. Estas
disposiciones, más que al excesivo celo e intervención del Municipio granadino
son debidas a los grandes abusos cometidos por muchas personas que, con la
excusa de una reparación por avería, agrandaban cauchiles y tomaderos de agua,
en detrimento de los demás vecinos.
·
Caños,
acequias y cauchiles no podían ser abiertos en las calles sin permiso del
Tribunal de las Aguas, excepto si el cauchil o caño pertenecía a un particular
y quedaba dentro de su domicilio. Aún en este caso, el interesado debía pedir
licencia, ya que la obra suponía desempedrar las calles, debiendo comprometerse
a empedraría a su costa, una vez terminada la obra.
·
Las
corrientes de agua limpia de las acequias y caños no podían ser cortadas sin
licencia del Tribunal, tanto en la ciudad como en el campo, debiendo seguirse
rigurosamente el horario establecido en la utilización de las acequias. La
persona que quitara o desviara el agua de los caños debía satisfacer una multa
de 3.000 maravedís, 5.000 en caso de ser sorprendido haciendo el delito.
·
Aquellas
personas que no tenían salida de agua en sus casas, no podían agrandar el
maavez, tinajas, aljibes..., ni construir otro edificio de agua, bajo pena de
perder el agua y que se deshiciera la obra a su costa. Pese a estas
normas, los fraudes menudeaban. El más corriente era tapar los tomaderos de
agua de las casas, ya fuera por medio del cañero, al que se sobornaba con
dinero, ya por medio del que guardaba la llave de los cauchiles. En tal caso,
el infractor debía abonar una multa de 3.000 maravedís, 500 el cañero y 1.000
el que guardaba la llave. En otros casos, muchos vecinos forzaban
los candados que cerraban los cauchiles, gozando ilegalmente del agua. La multa
se agravaba entonces por el hecho de haberse forzado una cerradura, corriendo
la reparación de ésta a cargo del infractor. Aquellas personas que abrieran
acequias o ramales cerrados o los atajaran con piedras y ladrillos, eran
castigadas con una multa de 3.000 maravedís o tres días de cárcel en caso de
insolvencia.
El vandalismo también se pagaba caro. Cualquier persona que dañara a
propósito, ya fuera por sí misma o por medio de otras personas, acequias,
cauchiles y demás edificios de aguas, debía satisfacer una multa de 3.000
maravedís o estar tres días en la cárcel. En caso de ser un esclavo
mandado por su amo (por lo visto se daban varios casos), el delito se castigaba
azotando públicamente al esclavo, que no quedaba libre hasta que su amo no
hubiera pagado todos los desperfectos. De no aparecer el responsable, la
reparación corría a cargo de los
vecinos.
Finalmente, se dictaron unas normas para la conservación de la limpieza
de las aguas. A través de ellas podemos hacemos una ligera idea, y negativa,
por cierto, de las condiciones higiénicas en el abastecimiento de las aguas.
Por ejemplo, una ordenanza prohibía reiteradas veces, «echar bazinadas, o
animales muertos, o cualesquier otra inmundicia», en acequias y cauchiles, bajo
multa de 2.000 maravedís y una estancia en la cárcel de veinte días, cincuenta
en caso de insolvencia. Asimismo, quedaba terminantemente prohibido
lavar ropa en fuentes y acequias cuya agua entrara luego en la ciudad. El
encontrarse repetidas veces esta ordenanza nos hace pensar que no era muy
obedecida. También fue necesario prohibir tajantemente que los vecinos vaciaran
el contenido de sus letrinas y mijaras en los caños de agua limpia.
Muchas personas lavaban cacharros sucios en las acequias y depósitos de
agua limpia. Otras como curtidores, tundidores, tejedores y majadores de
lino, remojaban cueros, paños y lino en cauchiles y albercas. Por otra
parte, era corriente que los hortelanos limpiaran hortalizas y frutas en los
depósitos y fuentes de agua potable, sucediendo lo mismo con el pescado. La
insalubridad que de esto se derivaba hizo intervenir enérgicamente a la ciudad;
imponiéndose multas de 400 y 600 maravedís y una estancia en la cárcel de diez
a veinte días. Remojar paños o ropa en los depósitos de agua del Zacatín y
presa del molino de la Plaza Nueva quedó igualmente vedada.
Muy interesante!!!
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