Los
almadieros y gancheros
El viejo oficio de almadiero
es duro por definición propia. Pero, aquellos que lo han practicado, más por
necesidad que por gusto, no dudan en afirmar que tiene algo de bello. Quizás
sea por los aspectos que, desde la perspectiva actual, confieren a esta
profesión rasgos de aventura, libertad e independencia y la asocian con hombres
rudos y nobles. Hombres que, indudablemente, han crecido apegados a los
Pirineos, tierra de la cual había que arrancar el sustento.
En cualquier caso,
tal y como viene sucediendo desde el auge de la industrialización, el de
almadiero también es un oficio en vías de extinción. El progreso, los pantanos
y las carreteras han vaciado los ríos de troncos de hayas y pinos, han
ensuciado las riberas con piedras que hacen imposible la navegación y han
devuelto a estos hombres exclusivamente a terreno seco, eliminando aquella
vieja condición de anfibios que les mantenía más dentro que sobre
el agua entre noviembre y marzo. Condición a la que algunos se niegan a
renunciar en el valle del Roncal, donde aún se sigue enseñando a los más
jóvenes a construir y navegar almadías.
Pero, hoy, las
almadías apenas recorren seis kilómetros por el río Esca cuando se lleva a cabo
una exhibición. Pobre itinerario si se compara con la historia: desde la Edad
Media hasta 1950, cuando se cerró el embalse de Yesa, las aguas de aquél
transportaron troncos y hombres. Aunque, hasta 1750 solían ser aragonesas, de
mercaderes de Hecho y Ansó, y, luego roncalesas.
La tarea del
almadiero ocupaba un amplio proceso productivo, pues eran también los
encargados de talar los árboles con sierra manuales y hachas, limpiarlos de
ramas y corteza y arrastrarlos, con mulas, hasta la orilla del río. Allí, en
los ataderos, se hacía la almadía, uniendo los maderos en plataformas de diez a
quince troncos en cada tramo. La anchura de éstos estaba limitada por el cauce
de los ríos: las del Roncal medían cuatro metros de ancho, mientras que, en
Salazar, no pasaban de tres metros veinte centímetros. De longitud, los maderos
eran docenes (4,8 metros), catorcenes (5,6 metros) y secenes
(6,2 metros), pero no faltaban aguilones, ni postes de varios largos.
De la punta a la codas. Se elegían, sobre todo, pinos y abetos, a
veces, mezclados con hayas, aunque éstas nunca iban solas, pues su densidad las
permite emerger muy poco del agua. En dichas ocasiones, se disponía uno de haya
por cada tres de pino. Los troncos eran atados con ramas de avellano maceradas
que ofrecían elasticidad y resistencia a las fuertes tensiones que provocaba el
trayecto. En el centro de la almadía, una especie de horquilla servía para
colgar la ropa, la alforja y la bota de vino.
Rai catalán |
En el primer tramo o de
punta, se disponían catorcenes. En el segundo o tramo ropero,
iban los docenes y los mayores quedaban para el tramo de cola o
de coda. Los tramos tenían forma trapezoidal, es decir, eliminando los
salientes en el sentido de la marcha, por lo que se armaban con la parte
delgada hacia delante. Un ejemplo de proporción: un tramo de quince maderos
disponía que de cada cinco iban cuatro de punta y uno de coda. El
de punta, con la trasera arqueada, hacía de timón.
Una vez montados, los
almadieros ahogaban o aguaban la madera, empujando los tramos con
grandes trancas para deslizarlos sobre unos maderos que, previamente, disponían
entre el atadero y el río, donde se ataban con sirgas, jarcias y argollas tres,
cuatro o cinco tramos uno tras otro. Cuando se usaba el sistema de barreles, el
tramo de punta se ataba con el ropero por tres puntos (uno
central, muy robusto, y dos laterales, próximos, más delgados que el central).
El resto, también se unían por tres puntos, pero los dos laterales iban en los
extremos y eran más potentes que el central. Del mismo modo, la cabeza de la
almadía llevaba dos remos y el tramo de coda, sólo uno.
Las almadías
iniciaban el viaje con pocos tramos y dos almadieros, generalmente. Los
roncaleses, desde el Matral, en el Esca, cerca de Venta Karrica, y los
salacencos, en Usún, al salir de la Foz de Arbayún, reunían ocho o diez tramos
con los que constituían media carga de madera. Pasado el Bocal de
Tudela, en el Ebro, unían dos almadías, haciendo una carga de madera,
por lo que llevaban más de un ropero.
Gancheros del Tajo |
Sin embargo, poca era
la ropa que se guardaba en aquel tramo. El traje de almadiero no era distinto
del utilizado en los valles, destacando las albarcas y el espaldero de
piel de cabra. Abrigados con esta zamarra, dos almadieros punteros se
colocaban en la parte delantera, con sendos remos sujetos por testimaus
(anillas de verga para sujetar los remos) que marcaban la dirección. Atrás, iba
el codero con otro remo. Entre unos y otros, podían unirse hasta diez o
doce tramos de troncos, mediante antocasa (vergas).
Sin números: las balsas corrían río abajo hasta el punto de
destino en invierno y primavera, cuando el deshielo aumentaba el caudal de las
aguas. La madera se empleaba en la construcción y, a fines del siglo XVIII,
circularon por estos cauces más de veinte mil troncos al año.
Pero no todo era beneficio.
Existían puntos de paso que encarecían la madera y se distinguían los de peaje
(derecho sobre las mercancías), pontaje (derecho de los alcaides o
señores al pasar la mercancía por un puente) o castillaje (derechos de
los alcaides de los castillos). Además, se pagaban otras cantidades al paso por
determinadas presas, pueblos y ciudades, llegando a pagar, en un viaje a
Zaragoza, en unos veinte puntos. Para satisfacer estas cantidades se usaban
reales de plata, aunque, también, podía pagarse con madera.
La abolición de los
señoríos eliminó estas cargas, pero existían otras. El derecho foral eximía de
impuestos a las almadías en Navarra, pero, en El Bocal, el Estado cobraba
cuatro pesetas por media y cedía a los almadieros fuertes cuerdas. Por
su parte, los maderistas salacencos tenían una Junta que reparaba los
puertos y limpiaba el río en las zonas de peligro. Estas acciones se costeaban
con el pago de un canon variable en función de la calidad de la carga y de las
necesidades de la asociación. Un empleado de esta sociedad percibía el diez por
ciento del total por contar los tramos, definir la clase de madera y el nombre
del propietario a orillas del Salazar, cerca de Lumbier. Además, tras la
reparación del puerto de la presa de Lumbier, realizado en 1930, los madereros
salacencos se vieron obligados a pagar un peaje de dos reales por tramo en este
punto, por fallo del Tribunal Supremo.
Los almadieros
también contaban con un sistema de contabilidad propia y singular que destacaba
por su ausencia de números. Preferían contabilizar la compra-venta mediante
puntos y rayas en forma de cuadros. Así, cada raya y cada vértice formado por
los lados del cuadrado valía por una unidad, es decir, un cuadrado equivalía a
ocho maderos.
Diversos líos y
pleitos llevaron a que las Cortes emitieran un informe, en 1817, para regular
el tráfico almadiero y las condiciones de las almadías. Este informe aconsejaba
usar los puertos entre noviembre y junio, prohibiéndose el paso durante el
resto del año. También especificaba que los maderos debían atarse con vástagos
de avellano y la almadía mediría, como máximo, nueve pies de ancho y sesenta de
largo. El paso debía hacerse por el ojo mayor de los puentes y si los
almadieros paraban debían dejar guardia. Por último, se ponían como modelo las
presas del Canal Imperial y se establecía que la madera desmandada y suelta por
el río era primo capienti, es decir, propiedad del primero que la
cogiese, salvo en los casos de inundación.
El ganchero,
palabra recogida por el Tesoro de la Lengua Castellana de Covarrubias, este
recibe el nombre de la herramienta que maneja con sus manos, el gancho,
varagancho o bichero, pértiga generalmente de avellano, terminada en un gancho
doble, curvo para enganchar y pica para clavar en la madera. El gancho, de unos
dos metros de longitud, al margen de enganchar la madera, servía al ganchero
para mantener el equilibrio.
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